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Sotresgudo - Libro de fiestas de San Miguel 2018

Se incluye todo el contenido del libro por este orden: portada, saludo de la alcaldesa, pregón, programa, textos de historia de Sotresgudo (clásicos en los programas), despedida de la secretaria del ayuntamiento (por jubilación) y publicidad intercalada.
Los textos de historia son:
• «La rebusca», como antigua tradición de Sotresgudo en todos los Santos.
   Se ha reproducido el texto completo más abajo en esta página.
• Catastro de la Ensenada (Sotresgudo), 1751.

Al pie de la página hay un enlace para bajarte el libro completo en pdf.

 

      


      


      


      


      


      


      


      


      


      


      


      

«La rebusca», antigua tradición de Sotresgudo en todos los Santos.

La rebusca tenía, en general, lugar a la finalización de las vendimias. Algunos de los pueblos comarcanos que carecían de viñedos tenían licencia para invadir los majuelos tan pronto como se acababan de vendimiar. Estos procesos, al igual que los comienzos, se regulaban al toque de campana tañida según los usos y costumbres.

No es esta rebusca la que queremos traer a estas páginas del Programa de Fiestas, sino que traemos el relato de una original y antigua tradición que tenía lugar en nuestro pueblo de Sotresgudo la noche del 1 de noviembre, fiesta de Todos los Santos.

No entro a profundizar las razones, lo que pudiera tener de rito, de significado cultural o simple pasatiempo de adolescentes.

Hay tradiciones muy locales que el cambio de vida ha hecho desaparecer para siempre. He tenido la suerte de participar en las últimas representaciones de esta secular tradición que tenía lugar la noche de Todos los Santos, en mi caso, allá por los lejanos años cincuenta.

Todo comenzaba de víspera. La mañana solía nacer escarchada con promesas de buen día. Ello animaba a los chicos mayores a inspeccionar la zona de maniobras. El primier ejercicio realizado consistía en repasar palmo a palmo todo el término de la «Friera», zona de huertas y frutales. En primer lugar íbamos a la rebusca de nueces, manzanas y peras sin que nadie nos pudiera echar el alto; por estas fechas del otoño y por un día, todo era de todos... salvo excepciones.

Trepábamos a la punta de los consabidos árboles en busca de los frutos que, por lo que fuere, habían resistido y aun permanecían colgados de sus pedúnculos.

En un segundo repaso, más parecido a un saqueo, se arramplaba con todo lo que pudiera servir de pasto a las llamas, desde los rameles de patatas y fréjoles, a las varas de las alubias y, si se terciaba, hasta el palo del cigüeñal.

En nuestro arrasamiento general no quedaba títere con cabeza, excepto una huerta, la del señor cura, que se salvaba del despojo para evitar los agresores y no precisamente las llamas del infierno, sino los molondrones de nudillos en juicios sumarísimos a la llegada a la Doctrina y, si flaqueaban los nudillos, para eso esperaba nervioso a tomar el relevo junto al altar mayor el palo del apagavelas que se cimbreaba sin esperanza de rotura y nos dejaba marcados los lomos para una temporada.

La última supervisión se prolongaba a los linares de los «Olmillos» que, por estar más alejados de la zona de rastreo, eran una mina inagotable de combustible.

Todo el material, como en un bíblico monte Moria, se subía y apilaba sobre el altozano de «Vallejo», sobre las curvas de la carretera, esperando el holocausto de mañana por la noche.

La fiesta de Todos los Santos cobraba severa solemnidad en su misa con los Duodecim millia signali («Doce mil señalados») del Apocalipsis canturreados en la epístola de un latín autóctono por Antonio o el señor Feliciano, el herrero.

Las Vísperas se entonaba las solemnes de los Santos y, cuando estas concluían, se despojaba el sacerdote que las presidía de la capa pluvial blanca y se ponía la capa negra y continuaba con las Vísperas de Difuntos. En la parte trasera del templo se colocaba el catafalco con los huesos de un esqueleto que, posteriormente, se guardaban en un cuarto oscuro de subida al coro y que nos imponía respeto. A continuación, se iniciaba la procesión por el exterior alrededor de la iglesia, cantando el Miserere y el Recorderis, acompañando los clamores de las campanas que ya no se interrumpían hasta entrada la noche.

Esta noche [era] mágica para los chavalotes que la estábamos paladeando de antemano entre las visitas al camposanto y al escenario del altozano de Vallejo, lugar de los hechos.

El toque de Oraciones del señor Félix, «el Chispas», era el momento para romper aquella tregua expectante entre silenciosa y culpable y dar fuego a la hoguera por los cuatro costados esperando la llegada por la carretera de los primeros forasteros que, con carros, a pie o en borriquillos, habían acudido a la feria de Herrera.

El tino estaba en ir alimentando la fogata, en cuyo derredor permanecíamos preparando un buen encendido tizón para cada uno de los asaltantes, que durara hasta las postreras escaramuzas con los viajeros más rezagados.

Nuestra avanzadilla, a los primeros murmullos lejanos, daba el aviso y todos, corporativamente, tomábamos las posiciones para asaltar por las buenas a los festivos viajeros.

La voz del cabecilla gritaba en la oscuridad de la noche: «¡Alto!, las avellanas».

Si el forastero nos obsequiaba con una mueza de ellas, no pasaba nada, luz verde y adelante. En caso contrario los amenazábamos con prenderlos en el rabo de los pollinos o, si ponía los pies en polvorosa, una lluvia de tizones caía sobre jinete y cabalgadura.

Esta violenta actuación podía verse complicada cuando los feriantes venían en caravana. La defensa de las avellanas era casi numantina y con cuatro juramentos nos ponían en huida a toda la tribu de asaltantes que, al amparo de la oscuridad, marchaba desperdigado campo traviesa buscando una lindera, un arroyo como seguro parapeto mientras persistiera el peligro.

Los forasteros más prevenidos, o quizás roñicas, pasaba de día o tomaban algún desvío para ahorrarse esos «derechos de portazgo» y los consabidos tizonazos.

Al final, tras la batalla incruenta del altozano de Vallejo, cuando se acababan las expectativas de que llegaran más feriantes, se aventaban los rescoldos en mil luminarias de caseros fuegos artificiales, que no fatuos,...

... aunque estuve ramos en el mes de las Ánimas (sic), antes de desfilar cantando en procesión para el pueblo con el modesto botín de avellanas.

En el estratégico altozano, las últimas mortecinas brasas guardaban en su rescoldo hasta el siguiente año el secreto adolescente de la noche de Todos los Santos.

Hoy, las nuevas circunstancias de la vida moderna han borrado para siempre aquella antigua tradición que, para nosotros, mozalbetes a la sazón, formaba parte importante de nuestras emocionantes aventuras.

Aquellos arriesgados tarambanas son los posados abuelos de hoy, capaces cada uno de ellos de enriquecer esta desaparecida y vieja tradición.

Florentino García Pérez.


 

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página creada el 31/10/2018